La próxima carga del general Antonio


Por Gustavo Robreño Díaz

¡no nos entendemos!

Así le contestó aquel 15 de marzo de 1878 el mayor general Antonio Maceo al capitán general español, Arsenio Martínez Campos, a la sazón jefe de Operaciones Militares en Cuba, cuando este pretendió que el “Titán de Bronce” aceptara  la paz sin independencia que entrañaba el oprobioso “Pacto del Zanjón”.  

Lacera entonces el decoro de todos los cubanos dignos, dentro y fuera de la Isla, que este hito de supremo patriotismo –considerado por Martí “entre lo más glorioso” en la historia de esta tierra– pueda ser catalogado por alguien como “un alarde”.

Así un libelo digital sinuoso, de esos que hoy pululan sin escrúpulos en el Ciberespacio y “de cuyo nombre no me quiero acordar”, tergiversó la esencia misma de la Protesta de Baraguá y ofendió la dignidad de todo un pueblo.

Si su autor es ciertamente cubano, como dice, no puede haber olvidado que Antonio Maceo es el referente supremo de valor, virilidad, intransigencia y patriotismo que tienen todos los hombres y mujeres nacidos después que él en esta tierra.

¿Cómo es posible que se haya olvidado (o no se lo dijeron)  que, desde la Punta de Maisí hasta el Cabo de San Antonio se juzga aquí a los mortales por si son capaces –o no– de emular con Maceo en brío, arrojo, valentía y en todo “eso” que resumimos con una sola palabra: ¡hombría!

Voluntario olvido de la historia

Ante todo resulta un exabrupto histórico, insinuar siquiera, que el primogénito de los Maceo Grajales necesitara, al término de la Guerra de los Diez Años, de “alarde” alguno para asegurarse un lugar entre los mejores hijos de esta tierra.

Bastaba ya su inmaculada hoja de servicios a la patria: de soldado a mayor general con sólo 33 años, sin otra mancha en su andar que no fuera la de su propia sangre, tantas veces derramada en el combate con arrojo sin par.

Júzguese tan solo que, escasos seis meses antes de plantarle cara y patria al general Martínez Campos, en el combate de Mangos de Mejía –el 6 de agosto de 1877–, recibió ocho heridas de bala, cuatro de ellas en el pecho.   

En adición, dan fe sus actos públicos y privados. Aseguran todos cuantos lo conocieron– que nada tenía que ver el alarde con su personalidad comedida, de ademanes prudentes y hablar seguro, a la vez que bajo y pausado.

Uno de sus contemporáneos y más seguro adepto, José Martí, nos dijo de Maceo que tenía: “tanta fuerza en la mente como en el brazo”. Y “fuerza en la mente” no es atributo que conviva con el alarde.

El autor de tamaña afrenta esgrime como tesis para respaldar el irreverente argumento –intencionadamente fuera de contexto– de que “negociar no es símbolo de debilidad”.

Ello es válido, a no dudar, siempre que se negocie en condiciones de igualdad y de respeto mutuo, Cuando la negociación conduzca a la solución de los problemas esenciales que originaron el litigio entre las partes.

¿Y era acaso ese el verdadero espíritu del Pacto del Zanjón, origen de la radical postura y viril protesta de Antonio Maceo?

Para no entrar en consideraciones de otro tipo, baste recordarle a quien esto escribió –o a quién le dijo que lo escribiera– que la propuesta de paz española no incluía la independencia de Cuba ni la abolición de la esclavitud.

Es decir, nada decía de los problemas esenciales por los cuales tanta familia cubana había sacrificado sus mejores hijos y con tanto heroísmo los cubanos habían “asombrado al mundo”, como reconociera ese día el propio general Martínez Campos. Por cierto, que ¡no era Weyler!, como se vuelve a equivocar  –ahora sí creo que por suprema ignorancia– quien tal afrenta escribió.

¡Una y mil veces… no!

A modo de última reflexión: muy poco favor se hacen quienes, en su afán por alterar el orden político en Cuba, se han propuesto subvertir la historia y sus héroes.

Hoy, al influjo de forzadas “primaveras”, se promueven escenarios de Guerra No Convencional para derribar gobiernos que no comulgan con los designios de los poderosos, como en el 68 y el 95, con la complicidad de lacayos y cipayos locales.

Siguiendo un guión preconcebido, se han hecho comunes por este mundo las imágenes de rufianes furtivos mancillando bustos, dudosos artistas cantando a la ignominia y turbas descontroladas derribando estatuas, arrancando nombres a calles y plazas, profanando templos y quemando libros.

En el aire una pregunta: ¿Pudiera cualquier cubano patriota; más allá de filiación religiosa, edad, raza o sexo; contemplar impasible como una horda sin ley ni orden se abalanza sobre una de las  estatuas del general Antonio?

Sea la del malecón habanero o la de su natal Santiago de Cuba, da igual dónde, pero con la mezquina intención de derribarlo de su cabalgadura, ¡justo lo que no pudieron 28 balazos y todos los generales de España juntos! 

De seguro ¡no!… Porque la regia figura del héroe sobre su corcel encabritado, lo mismo en La Habana que en Santiago de Cuba, recuerda desde la eternidad, a nativos y foráneos, su máxima inmortal: “quien intente apoderarse de Cuba, solo recogerá el polvo de su suelo anegado en sangre, ¡si no perece en la contienda!”

Al autor de tal ignominia sólo me queda desearle en nombre de este pueblo, que en esta vida o en la otra –sea en un sueño o pesadilla– se tropiece un día con Antonio Maceo … así de frente, en un recodo del camino.

Le puedo adelantar que el héroe irá, como va por la historia e inspiración de todos los cubanos: de uniforme; polainas de montar hasta las rodillas; correa cruzada con estrellas sobre el gallardo pecho; al cinto: machete presto y revólver listo.

Y si no muere del susto el muy canalla, como suelen morir los cobardes, quizá aún tenga tiempo de ver cómo tras el “Héroe de Baraguá”  va un pueblo entero ¡sin alarde y machete en mano! para cargar, a su orden, contra los traidores a la patria.

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