La República que nació el 20 de mayo: Meditaciones de un Mambí


Por Anibal Escalante Beatón[1]

¡Cuánta razón cabía a la mayoría de la masa humilde que integraba el Ejército Libertador, cuando en los corrillos que se formaban en los campamentos se hurgaba el porvenir que le estaba predestinado, haciéndose sobre ello conjeturas más o menos pesimistas, según el estado mental o la situación circunstancial del que se atrevía a insinuar una sugestión determinada!

Aquellos simples campesinos, pues de tal clase social estaba integrada la mayoría de los libertadores, ajenos a toda equívoca intención por no resistirla su mentalidad primaria, tenían a veces vislumbres de dudas cuando a su rústico discurrir acudían presentimientos naturales sobre si los jefes de aquella hora les cumplirían  la promesa de una vida mejor, una vez lograda la Independencia y con esta la de la tierra en donde habían nacido, e instaurada la República democrática y fraternal soñada por todos.

¡Cuántos de ellos se preguntarían en su fuero interno, si llegaría a ser realidad esa esperanza germinada diariamente al calor de los cuarteles! Muchos de esos camaradas, los más ingenuos sin duda alguna, lo creerían a pie juntillas; pero algunos otros, los más avispados quizás, dudarían que los discípulos del Maestro imitaran a este.

Después de todo, ¿qué irían a ganar “los del montón” con el triunfo de la buena causa, si a la postre, todos los que iban a disfrutar de sus beneficios no serían otros que los letrados y sus paniaguados, y los jefes que dispusiesen de cierta cultura? Para qué tanta lucha y tantos sufrimientos, si después de la contienda el sembrador de boniatos seguiría sembrándolos en la tierra propiedad del latifundista, y el sembrador de caña ejecutaría su labor sin otras ventajas que su condición de paria le permitiera disfrutar.

La verdad es, reflexionaban confundidos, que después de ganada la guerra no les quedaría otro recurso a “los del montón anónimo”, que seguir siendo lo que habían sido bajo el yugo español, a no ser que la Revolución triunfante hiciese trizas los intereses creados por la Colonia, repartiendo las tierra entre los que la desearan laborar y aboliese sin contemplación alguna toda clase de mercedes y concesiones injustas hechas por los “usurpadores extraños”.

De no romper violentamente con ese pasado de oprobios, la Revolución jamás lograría establecer en nuestra tierra la justicia aspirada por los libertadores; y si esto no se hacía, los “hombres-masas” seguirían siendo lo explotados de siempre, y los detentadores de la tierra, los grandes y pequeños terratenientes, permanecerían en su disfrute a pesar del todo, por cuanto que la ley –escrita por ellos y para ellos– les garantizaría tal predominio sobre los derechos que humanamente pertenecían a la mayoría. Aquel los presagios de muchos de nuestros compañeros de la manigua se confirmaron con el correr de los tiempos.

Después del triunfo, el humo de la victoria lo cubrió todo, y amparados en la penumbra que produjo la satisfacción de ver coronados con el éxito los ideales de libertad por los cuales se había luchado contra España, los aprovechadores en río revuelto birlaron al verdadero combatiente todos los derechos que había conquistado, desconociéndole sus méritos sin respeto alguno y relegándolo a un segundo plano, en tanto que ellos, los traidores de siempre, carentes de moral y abundantes de cinismo, abrían las puertas a su ambición, y para colmar la injusticia en esta tierra de nuestros amores, conservaron incólumes los vicios de la Colonia en la instaurada República, con igual descaro y propia desvergüenza empleados, hasta un día antes, bajo el pabellón mugriento en que habían medrado y que las armas libertadores con tanto heroísmo hubieran derribado.   

¿Fueron videntes aquellos cubanos que previeron los males que con el transcurso del tiempo se habrían de comprobar en toda su extensión? No pretendemos suponer que los compañeros a que aludimos pudieran esta ungidos de por un poder sobrenatural que todo lo previera, pues de lo contrario no sería prudente tener en cuenta sus presentimientos inequívocos sobre el futuro de la nación que estaban edificando con su propio esfuerzo, y menos aun, que una suposición de hechos por realizar, como los sucedidos con posterioridad, se pudieran atribuir a vagas quimeras de visionarios.

Tales previsoras sugerencias se debieron, sin duda alguna, a que los cándidos soldados de la Revolución, pletóricos de ansias emancipadoras, pero tercamente desconfiados como todos los individuos de mente primitiva cuando no comprenden con claridad las cosas, no las tenían todas consigo al exteriorizar en aquella hora histórica sus íntimos pensamientos y que, con toda razón, al expresarse como lo hacían, la intuición era la que actuaba por ellos, como si de verdad quisiera prevenirlos de los males por ocurrir.

Para suerte de los principios revolucionarios, la dislocación de los dos grandes enemigos que separaban a los cubanos: la devoción independentista de los patriotas y la sumisión guerrillera de los traidores, habían de perpetuarse a través de la evolución constitucional de la República, sobreviviendo ambos juicios contradictorios para que sirvieran de lindes entre los buenos y los malos ciudadanos, y especialmente de experiencia para los descendientes de los fundadores de la Patria, que tendrían en esa fuente divisoria el fundamento para graduar la grandeza de los servicios prestados por sus progenitores y la importancia del legado por ellos instituido.

El sentimiento revolucionario existente en el pueblo cubano se debe precisamente, no al mal ejemplo de los que por unas piltrafas besaban las botas del opresor español, sino a aquel desinterés heroico de los luchadores mambises y que les sirviera a estos para poder hacer inagotable el ejemplar patriotismo que en todos los tiempos demostraran y que con tanto desprendimiento hubieran de legar luego a las generaciones que les siguieran.

Esa devoción profunda por la Patria, que los distinguía de los traidores de toda laya en tiempos de la colonia, es lo que ha servido más tarde, en la paz, de basamento inconmovible para la República y para que fuera perenne la gravitación nacionalista en todos los corazones que se sientan cubanos. Cualquier victoria que en un momento dado hubieran parecido lograr los eternos enemigos del pueblo a trueque de mil cabriolas o empleando las genuflexiones impúdicas que les son propias, tendría que resultar efímera, por cuanto que al reaccionar las fuerzas populares honestas, forzosamente habrán de barrer esa remota posibilidad de transformar la República en un vertedero de inmundicias.

Es cierto que los heroicos soldados de la independencia se ven rodando sus miserias por el suelo que libertaran, en tanto que los descendientes de los guerrilleros y voluntarios de la Colonia usufructúan los cargos responsables que no merecen.

Pero también lo es, que brisas nuevas de justicia soplan cada día más fuertes en la patria y que en tiempo no lejano la verdad se abrirá camino, y las generaciones progresistas que avanzan clocarán a los libertadores en el lugar que la dignidad nacional exige.  


[1] Tomado de: Calixto García Íñiguez, su campaña en el 95. Ediciones Verde Olivo (2001). T-1 pp. 216-219.

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