El general “yanqui” que desembarcó en Cuba. (Recuerdos de un Mambí)


Por Aníbal Escalante Beatón[1]

El Mayor general William Rufus Shafter, jefe del quinto cuerpo del Ejército de los Estados Unidos, no era un militar de carrera. Entre sus subordinados se rumoraba, por lo bajo, acerca de la incapacidad de quien se creía un caudillo militar, por haber combatido a los indefensos indios del oeste norteamericano.

La primera vez que lo vimos fue en la mañana del 20 de junio de 1898, cuando acudió a la entrevista pactada con el Mayor General Calixto García para acordar los detalles del desembarco de las fuerzas norteamericanas que deberían atacar y tomar la ciudad e Santiago de Cuba. Iba acompañado del almirante William Sampson, jefe de la escuadra naval norteamericana que apoyaría dicho desembarco.

En el muelle improvisado, una comisión de altos oficiales cubanos recibió a los huéspedes extranjeros, con los honores correspondientes a sus preeminentes cargos. La comitiva oficial mambisa iba provista de las cabalgaduras necesarias para conducir a los norteamericanos hasta el cuartel general, dónde los esperaba el mayor general Calixto García, Lugarteniente General del Ejército Libertador y Jefe de su Departamento Oriental.

Pero como el general Shafter era extremadamente corpulento –pesaba 180 kilogramos– hubo necesidad de prepararle un medio de locomoción apropiado, es cogiéndose al efecto para ello una de las acémilas del transporte de la artillería, una mula muy mansa y de gran resistencia, que era el único animal en el campamento capaz de llevar sobre su lomo tan voluminoso visitante.

Con gran trabajo la comitiva llegó al Cuartel General de García, ya que en la cuesta que había que salvarse para alcanzar la meta, el infeliz animal que conducía al general Shafter, orgulloso en otras ocasiones por llevar en su lomo una de nuestras piezas de artillería de campaña, se veía en aquella oportunidad en trances difíciles por aquel exceso de carga humana que se le había encomendado. Compasión había que tener para la pobre mula, al contemplarla dando pujidos profundos de angustia durante su ascensión, a causa de la carga con que se le había castigado aquella mañana de verano.

Como el mes de junio es insoportable en la provincia Oriente por el inmenso calor, natural fuera que las personas no acostumbradas a esa inhospitalidad tórrida sufrieran las consecuencias térmicas de su rigor. Para los soldados mambises, con su pobre vestuario, excesivamente ligero por la penuria en que desenvolvían sus actividades guerreras, era causa de conmiseración la presencia del pingue general norteño, cubierto de grueso paño de lana, propio para temperaturas polares, chorreando sudor a mares y con el rostro congestionado a causa de los agobiantes efectos de aquella temperatura de más de 36 grados a la sombra, muy corriente en aquella época del año, y cuya severidad atmosférica ponía al obeso militar al borde mortal sofocación.

El descenso del grupo hasta el lugar donde habrán de embarcar nuestros huéspedes se efectuó con mucho menos dificultad que durante el ascenso. Ahora la mula que llevaba sobre sus costillas al graso general norteamericano parecía sentir menos el peso excesivo del jinete. A pesar de todo, las sutiles ironías y burlas criollas, todas a merced de la humanidad mastodóntica del militar extranjero no dejaron de oírse, aunque guardando las exigencias más rudimentarias de la urbanidad. Todos sonreían entre dientes a cada nuevo accidente del que apenas si podía sostenerse sobre el pobre animal de la artillería.

Mientras sus fuerzas libraban rudos combates frente al obstinado contrincante español, el general Shafter estuvo enfermo, en cama, pensando  en el porvenir de aquella tarea que tanto le pesaba en su agobiado espíritu. Si el avance de los dos días anteriores le había costado miles de bajas, ¿cuáles serían las dificultades que se le presentarían cuando se enfrentara de lleno con el grueso de aquel enemigo terco y valiente que tenía enfrente?

Su enemistad para con los cubanos, y en particular con el mayor general Calixto García era patente, al discriminarlos en todas las oportunidades que ello era posible. Los cubanos para el general Shafter  eran una pesadilla constante, de la cual no podía desprenderse. Esta inquina visceral y las múltiples bajas que había sufrido su tropa aumentaban su nerviosismo, haciendo que su “enfermedad” se hiciera por momentos más aguda.

Para su anormal estado de ánimo el presente parecía confuso, produciéndole una angustia constante, al punto de creerse viendo alucinaciones por todos lados. En realidad, el jefe supremo de aquel ejército invasor  estaba completamente perdido para todo el que lo viera echado sobre su lecho en un estado físico deplorable.

A la fobia que el general Shafter sentía por sus aliados “nativos” se unía una  visible antipatía por su compatriota, el almirante Sampson, quien la retribuía con igual sentimiento. A simple vista se descubría que el marino no consideraba al “veterano” guerrero del Oeste como un verdadero militar de academia, y sí como a un corriente soldadote improvisado, que por las necesidades del momento se había tenido que utilizar en aquella repentina guerra. Y no le faltaba razón al marino norteamericano, pues a nuestro juicio, el general Shafter no era más que eso: un improvisado con demasiados  humos.

A nuestro juicio, fue un grave error del Estado Mayor norteamericano enviar a una empresa guerra de esa índole a un soldado como Shafter, que por su constitución física habría de verse, como así resultó en la realidad, incapacitado de actuar con la precisión que el caso requería, y con mayor razón en un territorio como el nuestro, donde el clima le tendría que ocasionar graves perjuicios.

El general Shafter no era un hombre para el puesto, y por no serlo así, tuvo en su cometido dificultades de las que pudo salir gracias a las juiciosas indicaciones de nuestro jefe. El mayor general Calixto García le prestó muchos más servicios a las fuerzas norteamericanas que los que estas pensaron, y sin embargo, a la hora de la victoria, no solo no se leas tuvo en cuenta, sino que fueron desconocidos todos aquellos servicios y sin los cuales la rendición de Santiago de Cuba no se hubiera obtenido.


[1] Tomado de: Calixto García Íñiguez, su campaña en el 95. Ediciones Verde Olivo (2001). T-2 pp. 196-242.

Deja un comentario

Diseña un sitio como este con WordPress.com
Comenzar