El Castillo del Morro: guardián eterno de La Habana


Por Gustavo Robreño Díaz

La importancia que a mediados del siglo XVI adquiere La Habana como eslabón económico y comercial entre España y sus colonias en América, así como los constantes ataques de corsarios, piratas y otras potencias coloniales europeas, condujeron al desarrollo paulatino de un regio sistema defensivo en la ciudad, que relegó a segundo plano la edificación de lugares de esparcimiento y recreo.

De tal modo, en fecha tan temprana como 1538, el rey de España encomendó al entonces gobernador (1537-1539), Hernando de Soto (1500-1542),  la edificación del Castillo de la Fuerza, primera fortificación habanera.

Sin embargo, el asalto y saqueo de La Habana en 1555 por el corsario francés, Jacques de Sores, demostró que era insuficiente para la defensa de la naciente ciudad, por lo que entre 1558 y 1577 fue construido el aun imponente y elegantemente restaurado castillo de la “Real Fuerza”.

Es precisamente  durante su construcción, en 1562, que el gobernador de ese momento, Diego de Mazariegos (1501-1530) ordenó, además, establecer a la entrada de la bahía un servicio de vigías, para lo cual el promontorio o “morro” que dominaba la vertiente opuesta del acceso a la rada resultaba ideal.

Allí mandó a construir Mazariegos una torre de “cal y canto” en la que, además de los requeridos observadores, se instalaron en 1583 seis piezas de artillería.

De esta primitiva construcción dio fe el incógnito marino e improvisado cartógrafo portugués “Cargapatache” en texto anexo al primer plano de la Habana del cual se tenga noticias, cuando al describir la rada citadina decía que “…tiene a la boca de la entrada, de la banda del Leste, un morro redondo de soborucos negros…”[1]

Y añade el subrepticio lusitano “…Encima deste morro está una torrecilla blanca, que de alta mar parece una nao que va a la vela, donde residen los guardas y centinelas que guardan el puerto…”.

Textos de la época advierten que ya desde entonces se encendía en las noches una hoguera sobre aquellos peñascos, para indicar a los buques el punto exacto de entrada a la bahía. Premonición de lo que sería el faro que corona hasta hoy la regia fortaleza luego allí erigida.

Azarosa y dilatada construcción

Las incursiones del corsario inglés Francis Drake (1540-1596) en el Caribe comienzan a inquietar al monarca español Felipe II. La única fortificación sólida de La Habana era el castillo de la Real Fuerza, pero su ubicación en el interior del canal la hacía ineficaz para proteger el acceso a la bahía,

Las obras de construcción de dos fortalezas, una a cada lado de la entrada de la rada habanera, fueron encomendadas al ingeniero italiano, Bautista Antonelli (1547-1616), quién había elegido la profesión por la cual los varones de su familia eran ya conocidos en todo el imperio español.

Bautista Antonelli llegó por primera vez a La Habana el 2 de julio de 1587 y al siguiente año, de vuelta en Madrid, presentó al Rey los planos de lo que serían las fortalezas de “Los Tres Reyes del Morro” y de “San Salvador de la Punta”.

En febrero de 1589 Felipe II ordena a Antonelli regresar a la Isla y ejecutar ambos proyectos. Ese propio año se inician los trabajos, pero  las obras marchaban lentas, al no disponerse de suficiente mano de obra calificada –era fundamentalmente esclava–, ni con el dinero necesario.

Los recursos asignados por la corona eran administrados por el gobernador, Juan de Texeda (rigió Cuba de 1589 a 1594) con el que Antonelli mantenía las peores relaciones, culpándose mutuamente de la lentitud en la ejecución de las obras. A fin de acelerar los trabajos, el primero de marzo de 1590 Antonelli solicitó al monarca español la presencia en la Habana de su sobrino, Cristóbal de Roda Antonelli, quien arriba a la Isla al año siguiente.

De Roda se desempeñó, no solo como su ayudante de su tío, sino que lo sustituye cuando este viaja a inspeccionar los otros trabajos de fortificación que bajo su rectoría se realizaban en Centroamérica y el Caribe. Finalmente en 1594 Antonelli recibe la “encomienda real” de trasladarse a Nombre de Dios, para mudar esa urbe a la bahía de Portobello, ambas en el atlántico panameño, por lo que deja definitivamente en manos de su sobrino las obras de fortificación habaneras.

Cristóbal de Roda prosiguió la construcción del Castillo del Morro, no sin menos contratiempos y discrepancias que las heredadas de su predecesor. Los sucesivos gobernadores se consideraban con plenos poderes, no solo para opinar, sino hasta para ordenar modificaciones en el proyecto constructivo.

La lentitud seguía siendo el rasgo distintivo de la obra, por lo que en aras de favorecer  su conclusión, en 1601 de Roda hace un reajuste al proyecto inicial, simplificándolo los iniciales tres baluartes a solo dos –el Asturia y el Texeda– y reduciendo las dependencias para el alojamiento de tropas.

Aun así, en 1611 se plantearon nuevas reformas y modificaciones que permitieron que la fortaleza –aunque sin concluir– fuera ocupada en 1615 por su guarnición. Para no insistir en la demora, baste decir que 30 años después no se había terminado aún la entrada principal, con su foso y puente levadizo.

Como el mejor soldado

Así se mantuvo –regio e intimidante– hasta que el 7 de junio de 1762 la escuadra inglesa comandada por Sir George Pocock comienza el asedio y toma de la Habana. El Castillo del Morro no defraudó a los habaneros ni a los ingenieros que lo concibieron y –luego de más de 40 días– su guarnición y sus muros resistían el permanente embate inglés.

Ante la férrea resistencia la fortaleza y sus hombres, el 30 de julio el mando inglés ordena atacar el Morro con todas las fuerzas disponibles. Fuerzas ingenieras colocan minas al pie de la muralla y lograr abrir un boquete, justo donde no había foso que las separase del acantilado, por el que penetró el atacante y logró –luego de estoica defensa de su guarnición– rendir la fortaleza que, a pesar de haber recibido más de 20 mil impactos de cañón, se mantuvo “en pié”.

No es posible hablar del Castillo de los tres Reyes del Morro sin referirse a su faro, santo y seña de su presencia. La idea de una luminaria que lo coronara, e indicara a la navegación el punto exacto de acceso a la bahía, estuvo incluida desde el proyecto inicial de Antonelli. A través del tiempo dicha luz se alimentó con leña, luego con aceite y desde mediados del pasado siglo, con electricidad.

Su destello, que se divisa a más de 20 millas mar adentro, marca los 23 grados, nueve minutos y nueve segundos de latitud norte y los 82 grados, 21 minutos y 23 segundos de longitud oeste, diciendo con precisión a curiosos y viajeros:  ¡Aquí está La Habana!


[1] Se respetó la gramática original del documento.

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